terça-feira, 17 de março de 2015

Benedicto XVI : el culto del Santísimo Sacramento constituye el ‘ambiente’ espiritual en el cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía.

- Homilía de Benedicto XVI en la misa del Corpus Christi -

Como todos los años en la solemnidad del Corpus Christi, el Santo Padre Benedicto XVI presidió   la Santa Misa en el atrio de la Basílica de San Juan de Letrán –Catedral de Roma– de la que el Papa es su Obispo.
El Papa reflexionó en su homilía sobre dos aspectos del Misterio eucarístico, entrelazados entre sí: el culto de la Eucaristía y su sacralidad.
Después de la ceremonia litúrgica, el Pontífice presidió la tradicional procesión eucarística desde la basílica de san Juan de Letrán a la basílica romana de Santa María la Mayor, a través de la Via Merulana. Y regresó a la Ciudad del Vaticano alrededor de las nueve y media de la noche.
Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía de hoy:
¡Queridos hermanos y hermanas!
Esta tarde, quisiera meditar con vosotros sobre dos aspectos, entrelazados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volver a tomarlos en consideración para preservarlos de visiones incompletas del mismo Misterio, como las que se han verificado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia, que viviremos también esta tarde, después de la Misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y cuando termine. Una interpretación unilateral del Concilio Vaticano II ha penalizado esta dimensión, restringiendo prácticamente la Eucaristía al momento de la celebración. En efecto, fue muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne alrededor de la dúplice mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a Sí, en la oferta del Sacrificio. 

Esta valoración de la asamblea litúrgica, en la que el Señor obra y realiza su misterio de comunión, permanece naturalmente válida, pero se debe colocar en su justo equilibrio. En efecto – como sucede a menudo – queriendo subrayar un aspecto, se acaba con sacrificar otro. En este caso, la acentuación realizada sobre la celebración de la Eucaristía ha disminuido la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús eucaristía sólo en el momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y, de este modo, se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros – una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón que late» de la ciudad, del país y del territorio, con sus distintas expresiones y actividades. El Sacramento de la Caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competencia la una contra la otra. Es precisamente, todo lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento constituye el ‘ambiente’ espiritual en el cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. Sólo si está precedida, acompañada y seguida por esta conducta interior de fe y de adoración, la acción litúrgica puede expresar su pleno significado y valor. 

El encuentro con Jesús en la Santa Misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que Él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa y, luego, una vez que la asamblea se ha disuelto, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, y sigue recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este contexto, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración, estamos todos en el mismo plano, de rodillas ante el Sacramento del Amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido varias veces en la Basílica de San Pedro y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes –recuerdo, por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente para todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la Santa Misa, preparan los corazones al encuentro, de forma que éste resulta más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que se acompaña de forma complementaria con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. 

No se pueden separar –van juntas– la comunión y la contemplación. Para comunicar verdaderamente con otra persona, tengo que conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y de veneración, de forma que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y, lamentablemente, si falta esta dimensión, también la misma comunión sacramental puede llegar a ser, de parte nuestra, un gesto superficial. Sin embargo, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decirle al Señor palabras de confianza, como las que resonaron hace poco en el Salmo responsorial: «Yo, Señor, soy tu servidor, tu servidor, lo mismo que mi madre: por eso rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, e invocaré el nombre del Señor» (Sal 116, 16-17).Ahora quisiera pasar, brevemente, al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí hemos sufrido, en el pasado reciente, un malentendido sobre el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana en lo que respecta al culto recibió el influjo de cierta mentalidad secularista, de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y permanece siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe deducir que lo sagrado ya no existe, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que escuchamos esta tarde en la segunda Lectua, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «Sumo Sacerdote de los bienes futuros» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio haya terminado. Cristo «es mediador de una Nueva Alianza» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte» (Hb 9, 14). Él no abolió lo sagrado, sino que lo llevó a su cumplimiento, inaugurando un culto nuevo, que aun siendo verdaderamente espiritual, mientras estemos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y de ritos, que desaparecerán sólo al final, en la Jerusalén celeste, donde ya no habrá ningún templo (cfr Ap 21,22) ¡Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede para los mandamientos, más exigente! No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me complace también subrayar que lo sagrado tiene una función educativa y que su desaparición empobrece, inevitablemente, la cultura, en particular, la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada, que no requiera signos sagrados, se aboliera esta procesión ciudadana del Corpus Domini, el perfil espiritual de Roma quedaría ‘mermado’ y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O, pensemos también en una mamá y en un papá que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad, acabarían por dejar el campo libre a tantos subrogados presentes en la sociedad del consumo, a otros ritos y a otros signos, que con mayor facilidad se pueden volver ídolos. Dios, nuestro Padre, no hizo lo mismo con la humanidad: envió a su Hijo al mundo, no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la Última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. De este modo, Él se puso a Sí mismo en lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo en el interior de un rito, que mandó perpetuar a los Apóstoles, como signo supremo y verdadero de lo Sagrado, que es Él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, nosotros celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén 

sábado, 14 de março de 2015

SUA SANTIDADE BENTO XVI : a relação com Deus é essencial na nossa vida. Sem ela, falta-nos a relação fundamental, que só se realiza no falar com Deus, na oração pessoal diária e com a participação nos Sacramentos





SUA SANTIDADE BENTO XVI : a relação com Deus é essencial na nossa vida. Sem ela, falta-nos a relação fundamental, que só se realiza no falar com Deus, na oração pessoal diária e com a participação nos Sacramentos

 
PAPA BENTO XVI
AUDIÊNCIA GERAL
Castel Gandolfo
Quarta-feira, 1° de Agosto de 2012


Santo Afonso Maria de Ligório e a oração

Queridos irmãos e irmãs!

Celebramos hoje a memória litúrgica de santo Afonso Maria de Ligório, Bispo e Doutor da Igreja, fundador da Congregação do Santíssimo Redentor, Redentoristas, padroeiro dos estudiosos de teologia moral e dos confessores. Afonso é um dos santos mais populares do século XVIII, devido ao seu estilo simples e imediato e à sua doutrina sobre o sacramento da Penitência: num período de grande rigorismo, fruto da influência jansenista, ele aconselhava aos confessores que administrassem este Sacramento manifestando o abraço jubiloso de Deus Pai, que na sua misericórdia infinita não se cansa de acolher o filho arrependido. A celebração hodierna oferece-nos a ocasião para reflectir sobre os ensinamentos de santo Afonso acerca da oração, extremamente preciosos e cheios de alento espiritual. Remonta ao ano de 1759 o seu tratado Do grande meio da Oração, que ele considerava o mais útil de todos os seus escritos. De facto, descreve a oração como «o meio necessário e seguro para alcançar a salvação e todas as graças das quais temos necessidade» (Introdução). Nesta frase está sintetizado o modo afonsiano de compreender a oração.

Antes de tudo, afirmando que é um meio, chama-nos para a meta a alcançar: Deus criou-nos por amor, para nos poder doar a vida em plenitude; mas esta meta, esta vida plena, por causa do pecado afastou-se, por assim dizer — como todos sabemos — e só a graça de Deus pode torná-la acessível. Para explicar esta verdade basilar e fazer entender de modo directo como é real para o homem o risco de «se perder», santo Afonso cunhou um famoso axioma, muito elementar, que diz:«Quem reza salva-se, quem não reza condena-se!». Comentando esta frase lapidar, acrescentava:«Enfim, salvar-se sem rezar é dificílimo, aliás impossível... mas rezando a salvação é algo garantido e facílimo» (II, Conclusão). E ainda: «Se não rezarmos, não teremos desculpas, porque a graça de rezar é concedida a cada um... se não nos salvarmos, toda a culpa será nossa, porque não rezámos» (ibid.). Portanto, ao dizer que a oração é um meio necessário, santo Afonso desejava fazer compreender que em cada situação da vida não se pode deixar de rezar, sobretudo nos momentos de provação e dificuldadeDevemos sempre bater à porta do Senhor, conscientes de que Ele cuida dos seus filhos, de nós, em tudo». Por conseguinte, somos convidados a não ter medo de recorrer a Ele e de lhe apresentar com confiança os nossos pedidos, na certeza de que obteremos aquilo de que precisamos.

Queridos amigos, esta é a questão central: o que é deveras necessário na minha vida? Respondo com santo Afonso: «A saúde e todas as graças que lhe são essenciais» (ibid); naturalmente, ele entende não só a saúde do corpo mas antes de tudo da alma, que Jesus nos doa. Mais do que qualquer coisa, temos necessidade da sua presença libertadora que torna deveras plenamente humana, e portanto cheia de alegria, a nossa existência. E só através da oração podemos acolhê-Lo, a sua Graça que, iluminando-nos em todas as situações, nos ajuda a discernir o verdadeiro bem e, fortalecendo-nos, torna eficaz também a nossa vontade, isto é, torna-a capaz de actuar o bem que conhecemos. Muitas vezes reconhecemos o bem, mas não somos capazes de o levar a cabo. Com a oração conseguimos realizá-lo. O discípulo do Senhor está consciente de que se encontra sempre exposto à tentação e não deixa de pedir ajuda a Deus na oração para a vencer.

Santo Afonso menciona o exemplo de são Filipe Néri — muito interessante — que «desde o primeiro momento quando despertava de manhã, dizia a Deus: “Senhor, mantende hoje as mãos sobre Filipe, pois caso contrário Filipe atraiçoar-vos-á”» (III, 3). Grande realista! Ele pede a Deus para manter a sua mão sobre ele. Também nós, conscientes da nossa fragilidade, devemos pedir a ajuda de Deus com humildade, confiando na riqueza da sua misericórdia. Num outro trecho, santo Afonso diz: «Nós somos pobres de tudo, mas se pedirmos já não seremos pobres. Nós somos pobres mas Deus é rico» (II, 4). E, nas pegadas de santo Agostinho, convida cada cristão a não ter medo de pedir a Deus, com as orações, a força que não possui, e que lhe é necessária para fazer o bem, na certeza de que o Senhor não nega a sua ajuda a quem lha pede com humildade (cf. III, 3). Prezados amigos, santo Afonso recorda-nos que a relação com Deus é essencial na nossa vida. Sem ela, falta-nos a relação fundamental, que só se realiza no falar com Deus, na oração pessoal diária e com a participação nos Sacramentos, e assim esta relação pode crescer em nós, pode aumentar em nós a presença divina que orienta o nosso caminho, que o ilumina e o torna seguro e sereno, até no meio das dificuldades e perigos. Obrigado!

Bento XVI : A fé constitui aquela adesão pessoal - que engloba todas as nossas faculdades - à revelação do amor gratuito e «apaixonado» que Deus tem por nós e que se manifesta plenamente em Jesus Cristo.

 

domingo, 1 de março de 2015

Bento XVI: “depois do Concílio Vaticano II, alguns estavam convencidos de que tudo era novo, que havia uma outra Igreja…”


Bento XVI: “depois do Concílio Vaticano II, alguns estavam convencidos de que tudo era novo, que havia uma outra Igreja…”



Nesse ponto, talvez seja útil dizer que também hoje existem visões segundo as quais toda a história da Igreja no segundo milênio teria sido um declínio permanente; alguns veem o declínio subitamente após o Novo Testamento. Na verdade, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt” ["As obras de Cristo não retrocedem, não são enfraquecidas, mas progridem"]. O que seria a Igreja sem a nova espiritualidade dos Cistercienses, dos Franciscanos e Dominicanos, da espiritualidade de Santa Teresa de Ávila e de São João da Cruz, e assim por diante? Também hoje vale afirmar: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, ide avante. São Boaventura nos ensina, pelo exemplo, o discernimento necessário, por vezes severo, do realismo sóbrio e da abertura a novos carismas doados por Cristo, no Espírito Santo, à sua Igreja. E, enquanto se repete essa ideia de declínio, há também uma outra, este utopismo espiritualístico que se repete. Nós sabemos como, depois do Concílio Vaticano II, alguns estavam convencidos de que tudo era novo, que havia uma outra Igreja, que a Igreja pré-conciliar é finita e teríamos outra, totalmente diferente. Um utopismo anárquico e, graças a Deus, os sábios timoneiros da barca de Pedro – Papa Paulo VI, Papa João Paulo II – defenderam, por um lado, a novidade do Concílio e, ao mesmo tempo, a unicidade e continuidade da Igreja, que é sempre Igreja de pecadores e sempre um lugar de graça.

Segue a íntegra da catequese:
Queridos irmãos e irmãs,
na semana passada, falei sobre a vida e a personalidade de São Boaventura. Nesta manhã, desejo prosseguir a apresentação enfocando parte de sua obra literária e seu ensino.
Como já disse, São Boaventura, entre os vários méritos, teve o de interpretar autêntica e fielmente a figura de São Francisco de Assis, a quem ele venerou e estudou com grande amor. De modo particular, no tempo de São Boaventura, uma corrente dos Frades Menores, chamada de “espiritual”, sustentava que São Francisco havia inaugurado uma fase totalmente nova da história, algo como o “Evangelho eterno”, de que fala o Apocalipse, que substituiria o Novo Testamento. Este grupo afirmava que a Igreja já tinha esgotado o seu papel histórico e, dessa forma, deveria ser substituída por uma comunidade carismática de homens livres guiados interiormente pelo Espírito, ou seja, os “franciscanos espirituais”.
A base das ideias desse grupo fora escrita nos textos de um abade cisterciense, Joaquim da Fiore, que morreu em 1202. Em suas obras, ele afirmava um ritmo trinitário da história. Ele considerava o Antigo Testamento como a era do Pai, seguida pelo tempo do Filho, o tempo da Igreja. Havia ainda que se esperar pela terceira era, aquela do Espírito Santo. Essa história foi interpretada como uma história de progresso: da severidade do Antigo Testamento para a relativa liberdade do tempo do Filho na Igreja, até a plena liberdade dos Filhos de Deus no período do Espírito Santo, que também seria, finalmente, o período de paz entre os homens, de reconciliação entre os povos e religiões. Joaquim da Fiore havia suscitado a esperança de que o início do novo tempo viria através de um novo monaquismo. É compreensível, portanto, que um grupo de Franciscanos reconhecesse São Francisco de Assis como o iniciador desse novo tempo e que sua Ordem fosse a comunidade desse novo período – a comunidade do tempo do Espírito Santo, que deixava para trás a hierarquia da Igreja para iniciar a nova Igreja do Espírito, não mais vinculada às antigas estruturas.
Houve, portanto, o risco de um gravíssimo mal-entendido da mensagem de São Francisco, de sua humilde fidelidade ao Evangelho e à Igreja, e este mal-entendido comportava uma visão errônea do cristianismo como um todo.
São Boaventura, que tornou-se Ministro Geral da Ordem Franciscana em 1257, encontrou-se frente a uma grave tensão dentro de sua própria Ordem, precisamente por aqueles que apoiaram a mencionada corrente dos “Franciscanos espirituais”, que fora fortemente influenciada por Joaquim da Fiore. Exatamente para responder a esse grupo e restaurar a unidade da Ordem, Boaventura estudou cuidadosamente os escritos autênticos de Joaquim da Fiore e os que lhe eram atribuídos e, tendo em conta a necessidade de apresentar corretamente a figura e a mensagem de seu amado São Francisco, desejou apresentar uma justa visão da teologia da história.
São Boaventura afrontou o problema exatamente em seu último trabalho, um conjunto de conferências para os monges do studio parisiense, que permaneceu inacabado e foi reunido através de transcrições dos ouvintes, intitulado Hexaëmeron, ou seja, uma explicação alegórica dos seis dias da criação. Os Padres da Igreja consideravam os sete dias da história da criação como uma profecia da história do mundo, da humanidade. Os sete dias representavam, para eles, sete períodos da história, mais tarde interpretados também como sete milênios. Com Cristo, se entraria no final no último período, isto é, o sexto período da história, a que se seguiria o grande sábado de Deus. São Boaventura assumiu esta interpretação histórica da relação com os dia da criação, mas de uma forma muito livre e inovadora. Para ele, dois fenômenos de seu tempo exigiam uma nova interpretação do curso da história:
1. A figura de São Francisco, o homem totalmente unido a Cristo até a comunhão dos estigmas, quase um alter Christus, e, com São Francisco, a nova comunidade criada por ele, diversa do monaquismo até então conhecido;
2. A posição de Joaquim da Fiore, que anunciava um novo monaquismo e um período totalmente novo da história, indo além da revelação do Novo Testamento, e que exigia uma resposta.

Enquanto Ministro Geral dos Franciscanos, São Boaventura havia sofrido com tal concepção espiritualista, inspirada em Joaquim da Fiore. A Ordem não era governável, e andava logicamente rumo à anarquia. Para ele, duas eram as consequências:
1. A necessidade prática de estruturas e de inclusão na realidade da Igreja hierárquica, da Igreja real, havia a necessidade de um fundamento teológico;
2. Tendo em conta o realismo necessário, não necessitava perder a novidade da figura de São Francisco.

Da resposta de São Boaventura, elaborada de modo muito sutil, posso oferecer aqui apenas um esboço esquemático e incompleto nos seguintes pontos:
1. São Boaventura rejeita a ideia do ritmo trinitário da história. Deus é um só para toda a história e não pode ser dividido em três divindades. A história é una, mesmo que seja um caminho, e – segundo São Boaventura – um caminho de progresso, como veremos;
2. Jesus Cristo é a última palavra de Deus – n’Ele, Deus disse tudo, dizendo e dando a si mesmo. Mais que ele próprio, Deus não pode dizer, nem dar. O Espírito Santo é o Espírito do Pai e do Filho. O Senhor diz do Espírito Santo: “… vos recordará tudo o que eu vos disse” (Jo 14, 26); “colherá do que é meu e vos anunciará” (Jo 16, 15). Portanto, não há um outro Evangelho superior, não há uma outra Igreja a se esperar. Por isso, também a Ordem de São Francisco deve inserir-se nesta Igreja, na sua fé, no seu ordenamento hierárquico;
3. Isso não significa que a Igreja seja imóvel, fixa no passado, e não possa exercer novidade alguma. “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt” ["As obras de Cristo não retrocedem, não são enfraquecidas, mas progridem"], disse o Santo na carta De tribus quaestionibus. Assim, São Boaventura formula explicitamente a ideia de progresso, e essa é uma novidade em comparação aos Padres da Igreja e a grande parte de seus contemporâneos.
Até então, o pensamento central que dominava os Padres era apresentado como cume absoluto da teologia: todas as gerações posteriores somente poderiam ser suas discípulas. Também São Boaventura reconhece os Padres como professores para sempre, mas o fenômeno de São Francisco lhe dá a certeza de que a riqueza das palavras de Cristo é inesgotável, e que também entre as novas gerações podem parecer novas luzes. A unicidade de Cristo também nos garante novidade e renovação em todos os períodos.
Claro, a Ordem Franciscana pertence à Igreja de Jesus Cristo, à Igreja apostólica, e não pode ser construída como um espiritualismo utópico. Mas, ao mesmo tempo, é válida a novidade de tal Ordem no confronto com o monaquismo tradicional, e São Boaventura – como disse na catequese anterior – defendeu tal novidade dos ataques do clero secular de Paris: os Franciscanos não tinham um monastério fixo, podiam estar presentes em todos os lugares para anunciar o Evangelho. Apenas a ruptura com a estabilidade, característica do monaquismo, em favor de uma nova flexibilidade, restitui à Igreja o dinamismo missionário.
Nesse ponto, talvez seja útil dizer que também hoje existem visões segundo as quais toda a história da Igreja no segundo milênio teria sido um declínio permanente; alguns veem o declínio subitamente após o Novo Testamento. Na verdade, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt” ["As obras de Cristo não retrocedem, não são enfraquecidas, mas progridem"]. O que seria a Igreja sem a nova espiritualidade dos Cistercienses, dos Franciscanos e Dominicanos, da espiritualidade de Santa Teresa de Ávila e de São João da Cruz, e assim por diante? Também hoje vale afirmar: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt“, ide avante. São Boaventura nos ensina, pelo exemplo, o discernimento necessário, por vezes severo, do realismo sóbrio e da abertura a novos carismas doados por Cristo, no Espírito Santo, à sua Igreja. E, enquanto se repete essa ideia de declínio, há também uma outra, esta utopismo espiritualístico que se repete. Nós sabemos como, depois do Concílio Vaticano II, alguns estavam convencidos de que tudo era novo, que havia uma outra Igreja, que a Igreja pré-conciliar é finita e teríamos outra, totalmente diferente. Um utopismo anárquico e, graças a Deus, os sábios timoneiros da barca de Pedro – Papa Paulo VI, Papa João Paulo II – defenderam, por um lado, a novidade do Concílio e, ao mesmo tempo, a unicidade e continuidade da Igreja, que é sempre Igreja de pecadores e sempre um lugar de graça;
4. Neste sentido, São Boaventura, como Ministro Geral dos Franciscanos, tomou uma linha de governo na qual ficou clara que a nova Ordem não podia, como comunidade, viver o mesmo “nível escatológica” de São Francisco, em que ele vê antecipadamente o mundo futuro, mas – guiada, ao mesmo tempo, de um são realismo e de coragem espiritual – devia aproximar-se o mais possível da realização máxima do Sermão da Montanha, que, para São Francisco, foi a regra, tendo em conta as limitações do homem, marcado pelo pecado original.
A obra de São Boaventura, o Itinerarium mentis in Deum, é um “manual” de contemplação mística. Ele foi concebido em um cenário de profunda espiritualidade: o monte Alverne, onde São Francisco recebeu os estigmas. Na introdução, o autor explica as circunstâncias que deram origem a este escrito: “Enquanto meditava sobre a possibilidade de a alma ascender a Deus, me foi apresentado, pormenorizadamente, aquele evento maravilhoso que aconteceu com o beato Francisco, isto é, a visão do Serafim alado sob a forma de um Crucifixo. E, meditando sobre isso, imediatamente percebi que tal visão me oferecia a êxtase contemplativa do mesmo Pai Francisco e também o caminho que conduz a ela” (Itinerario della mente in Dio, Prologo, 2, em Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).
As seis asas do Serafim tornam-se, assim, o símbolo das seis etapas que conduzem progressivamente o homem ao conhecimento de Deus através da observação do mundo e suas criaturas, e através da exploração da própria alma com as suas capacidades, até chegar à união compensadora com a Santíssima Trindade, através de Cristo, à imitação de Francisco de Assis. As últimas palavras do Itinerarium de São Boaventura, que respondem à pergunta sobre como atingir essa comunhão mística com Deus, deveriam ser colocadas nas profundezas do coração: “Se agora deseja saber como isso acontece, [a comunhão mística com Deus] solicita a graça, não a doutrina; o desejo, não o intelecto; os gemidos da oração, e não o estudo da carta; o esposo, não o mestre; Deus, não o homem; a escuridão, não a clareza; não a luz, mas o fogo que tudo inflama e transporta em Deus com a forte unção e ardentíssimo afeto [...] Entremos, pois, na névoa, acalmemos as preocupações, paixões e fantasias; passemos, com Cristo Crucificado, desse mundo ao Pai, a fim de que, após tê-lo visto, digamos com Felipe: isso me basta” (Ibid., VII, 6).
Caros amigos, acolhamos o convite feito por São Boaventura, o Doutor Seráfico, e entremos na escola do Divino Mestre: escutemos a sua Palavra de vida e de verdade, que ressoa nas profundezas da nossa alma. Purifiquemos os nossos pensamentos e as nossas ações, para que Ele possa habitar em nós, e nós possamos compreender a sua voz divina, que nos atrai para a verdadeira felicidade.